viernes, 25 de mayo de 2007


Solares Casa Colombia


Medellín, mayo 18 de 1940

Señor Don
Pedro Aguilar C.
Troy

Querido hijo:
Va en esta mi cordial saludo y mis mas fervientes votos por tu buena salud y bienestar.

En esta tu casa reina la intranquilidad. en todos por no haber recibido ninguna noticia tuya. pues la última fue tu carta del 6 de abril y a pesar de haberte escrito el 24, día de tu cumpleaños. y el 2 enviándote una letra por U.S$80.00 el 28 para remesarte U.S. $ 171.00 para gastos, en mayo y junio no ha llegado a mi poder ningún aviso tuyo.

El martes 14 del presente te puse un cable y no recibí respuesta. el 15 puse otro a Carvajal y tampoco avisó nada, de suerte que la intranquilidad aumenta día a día por falta de noticias tuyas.

Si ésta llegare a tus manos avisa inmediatamente por cable auque no digas si no una sola palabra para saber de ti y escribe avisando si recibiste las dos remesas y cuenta por qué causa has dejado de escribir pues al estar acostumbrados a recibir noticias tuyas todas las semanas y no recibirlas en tanto tiempo pues ya van 41 días sin ellas, nos tienes con tensión por tu bienestar.

No dejes de escribir pues es el único consuelo para todos los que te queremos en esta tu casa. Aquí todos bien. Recibe un abrazo de tu papá que te quiere:

Antonio J. Aguilar J.
Antonio Aguilar Jaramillo y sus hermanas


Medellín, 24 de abril de1940

Señor Don
Pedro Aguilar C
Troy


Querido hijo:
Te envío por medio de la presente mi mas cordial saludo y mis felicitaciones sinceras por la llegada a tus 21 años de vida. y elevo mis votos al Altísimo para que te conserve mucho tiempo y feliz para bienestar de todos los tuyos. Entras hoy, según nuestra constitución a disfrutar de los derechos que ella concede a los que llegan a la mayor edad o sea los 21 años y confío plenamente en que sabrás hacer uso de tales derechos dentro de la mayor corrección. ciñéndote en todo a los principios civiles, morales y religiosos que son las normas que rigen las actuaciones de todo ciudadano culto.

Recibí tu carta del 6 de abril y la cuenta que encuentro corriente. Recibe mil abrazos de todos y el afecto sincero de tu padre que te quiere.

Antonio J. Aguilar

La fiesta de despedida

Matilde Aguilar y Palomo



Toda la casa estaba revuelta, con el desorden inherente a los preparativos de una gran fiesta: la puerta abierta de par en par, la gente entrando y saliendo, los trabajadores como hormigas, cargando adobes, cemento, pintura, cal, arena para revocar, para tapar rasguños e imperfecciones de las paredes, o pulir y engalanar el jardín.

En la cocina sucedía otro tanto; las dos mujeres que habían estado con la familia desde siempre bajaban ollas, limpiaban vajillas, revisaban los ingredientes, bajo la mirada de una de las tías, quién desde tiempo inmemorial realizaba la labor de ecónoma de esta gran casa, donde vivía la familia Aguilar Carrasquilla, compuesta por el papá, la mamá, 11 hijos y dos tías solteras, quienes habían cruzado ya el umbral de la soltería definitiva, pero que conservaban los bríos y entusiasmo de la juventud.

Mujeres abnegadas y hacendosas que conocían los oficios domésticos a la perfección y repartían su tiempo entre la cocina, la casa, el cuidado de las plantas y la costura y eran el brazo derecho de la matrona, doña Anita, mujer simple, encantadora y jovial, cuya principal ocupación había sido traer hijos al mundo.

Eran siete hombres, con distintos gustos y aficiones, en edades muy próximas, con uno o dos años de diferencia entre cada uno y cuatro mujeres, todos amigos y muy respetados en el pueblo; estaban precisamente en los preparativos de la fiesta de despedida de una de ellas, Matilde, quien se iría a vivir fuera del país.

Los acontecimientos más trascendentales se mueven tan rápido, que el tiempo sólo alcanza para vivirlos y cuando han sucedido se convierten en gozo para el espíritu, trayéndolos una y otra vez a la memoria para poderlos desmenuzar, repasándolos con tal detenimiento, que pueden servir de soporte para sortear los ratos amargos. Los recuerdos agradables son eso: un paliativo para la tristeza y la soledad.

En medio de tanta confusión y revuelo, reinaban una calma y un orden que exige el curso de la vida, pues lo cotidiano debe continuar: la preparación de las comidas, la vigilancia paterna de las obligaciones y deberes de los hijos, la atención de los negocios que no da espera, todo eso era atendido al mismo tiempo que los preparativos de la fiesta y la casa estuvo llena durante una larga temporada.

En la cocina preparaban dulces, tortas, bizcocho remojado en vino, horneaban galletas, marinaban carnes y pollos, todo con la colaboración de sus fieles servidoras y la ayuda oportuna de algunas primas y amigas muy cercanas; lo referente a la comida iba quedando listo, no sin algunos regaños y contrariedades de las tías con los muchachos, que cuando sentían hambre, se asomaban a la cocina con el propósito de probar los deliciosos bocadillos que allí se preparaban y que aromatizaban la casa de una manera irresistible para cualquier paladar, pues quienes guisaban eran expertas culinarias.

Más de una vez se armaron discusiones porque al menor descuido aparecía Alberto, quien cuando asomaba su cara no dejaba a nadie impávido, unas se santiguaban, porque decían que era el mismísimo demonio, que siempre se salía con la suya; inventando cualquier mentira hacía que todas las guardianas de la comida salieran de la cocina y lo dejaran a sus anchas, para darse gusto y cuando regresaban, diciendo que no habían visto tal incendio en la plaza del pueblo, o que era mentira que había llegado alguno de los invitados antes de los previsto, él ya había hecho de las suyas en la cocina y salía bien orondo, saboreando alguna de las ricas golosinas y riendo, pues había logrado otra vez engañar a todas las vigilantes de las viandas.

- ¡Niño Alberto!, no sea malo. Nos hizo salir corriendo a ver el incendio de la casa cural y cuando llegamos no había ni un alma por allá, espantaban de lo puro solo. Se lo va a llevar el diablo si sigue diciendo mentiras - le decía Carmelina, con un tono de reproche en la voz, y el muy pícaro le pasaba el brazo por los hombros, le guiñaba un ojo y le contestaba. - ¿Quién es mi preferida?, ¿quién la que cocina como los mismos ángeles?. Ya probé los bocadillos para que todos estén tranquilos, pues en el pueblo, nadie, ha probado nada tan delicioso como lo que aquí se prepara. Pueden estar seguras que esta fiesta no la van a olvidar y todo gracias a ustedes, las más famosas banqueteras que jamás se haya conocido - Y con estas frases las dejaba con la certeza de ser las mejores en su oficio, pues sabían que el muchacho decía la verdad, conocía de fiestas y manjares, ya que era invitado a casi todo acontecimiento destacado y eso les subía el ego y les estimulaba tánto el orgullo, que al fin se alegraban de tener su visto bueno y el incidente se convertía en un acicate para buscar otra receta y agregarla a la gran lista que tenían para el menú.

Alberto era un personaje: ángel o demonio, dependiendo del cristal con que se lo mirara, pues hacía trastadas con todos los muchachos de su edad, se vestía con una gran capa, recogía gatos negros, gallos de pelea, amuletos y realizaba procesiones al cementerio, para asustar a las beatas y “lambeladrillo” del pueblo, para escandalizar a las rezanderas que le sacaban crucifijo cuando pasaba cerca de ellas; pero también los viejitos y muchos de sus seguidores exclamaban a su paso: - Niño Albertico, ¿cuándo vamos a hacer oración y a rezar los maitines con usted en el solar, para hacer rogativas para que las cosechas de este año mejoren? Y él, con dulzura y cortesía les contestaba: - mañana mismo los espero a las 5 a. m. para elevar plegarias al Señor y verán cómo va a caer dinero del cielo, para ustedes y para todos los pobres del pueblo-. Lo decía tan convencido, que al otro día, al despuntar el alba, estaban todos aguardándolo en la entrada al solar, para orar con ese gran santo.

Era un líder, un buscador, un inconforme; vivía haciendo experimentos químicos, leyendo poesía, repasando historia y soñando con viajar; en la biblioteca de su padre se encerraba horas enteras y leía sin descanso, aprendía de todas las culturas y soñaba despierto, tenía una conversación fluida y dejaba boquiabierto a más de uno con sus conocimientos, que eran una mezcla de fantasía y realidad; sacaba de apuros a todos sus hermanos, cuando tenían que comparecer ante el padre por alguna falta o queja en sus estudios. Era un joven “diferente”, alguien demasiado avanzado para la época que le tocó vivir, alguien que logró recorrer el mundo con su imaginación.

Era un espíritu libre que no aceptaba cadenas y descubrió, a muy temprana edad, que el poder de la palabra y la sugestión le permitían al hombre cruzar todos los umbrales. Para sus hermanos menores era un héroe, un modelo digno de imitar y cada que experimentaba algo, lo trasmitía con tal vehemencia, que sus hermanos querían seguir su ejemplo. Cuando creía que debía hacer sacrificio, los convencía a todos para que lo siguieran, llegando a tal convencimiento, que ensayaban cilicios y torturas, semejantes a los de los santos, quienes eran objeto de su admiración y de los cuales habían leído sus vidas.

Pudo haber sido un político brillante o un estratega genial, sólo que las vidas tan intensas no pueden prolongarse demasiado, pues llevan en sí su propia destrucción. El sosiego, la mesura y la calma, son garantía de una vida larga y aburrida, que conoce con antelación los acontecimientos, que se prepara para ellos y los vive sin sobresaltos. La pasión, el fuego y el riesgo, son en cambio enemigos número uno de la prolongación, pero son garantía de una existencia total y plena, aunque corta.

Son miles las anécdotas de este joven, tantas y tan peculiares, que bien merecería un libro para narrar su vida. No fue ni alto de estatura ni sobresaliente por sus rasgos físicos, pero si fue genial en su manera de vivir: cercano a los artistas, enamorado de la música; tenía seguidores para cualquier idea que acudiera a su mente, sin chistar. Un encantador de serpientes, es el calificativo que mejor se ajusta a su personalidad; se llevaba muy bien con sus hermanos y todos acataban sus ideas, pues tenía el don de mover a la acción.

Carlos, otro de los habitantes de la casa ancestral, era también persona muy querida. Precisamente en estos momentos de tensión y ajetreo, él estaba presto a servir, pues poseía el carácter de la madre, tranquilo, sencillo y amigo; amigo de todo el mundo, de los señores, señoras, señoritas, de los maestros de la escuela, de los tenderos, los peones, el cura, el sacristán. Una lista interminable de jóvenes y jovencitas se peleaban por su compañía. Les seguía la corriente a todos y cuando hablaban de negocios, él lo hacía, pero si tenía que pasar toda una tarde en casa de la modista, que de paso era su pariente, él asistía encantado, enterándose de todas las novedades, de los amores de las muchachas casaderas, o riéndose a todo pulmón por alguna anécdota que le contaban; era alegre, fiestero como el que más, se pasaba días enteros viajando con músicos, llevando serenatas, recorriendo fincas.

En medio de los preparativos de la fiesta, Carlos entró a la casa muy apurado, trayendo un gran paquete para las tías y pasó como un ventarrón junto a Tulita, poniéndola en peligro, pues le propició tal empujón con el paquete que casi la tumba. Tulita se cogió de la pared y con una tímida sonrisa le dijo: “Mire mijo por donde camina, casi me mata, tenga cuidado. ¿Qué vamos a hacer Divino Niño con todos estos locos entrando y saliendo como a caballo?. Ahí está Alberto con sus travesuras haciéndonos perder tiempo y ya estamos muy apuradas pues hay que terminar el bizcocho sin falta, para mandarlo decorar donde doña Aurora. Si no colaboran lo voy a tener que poner en conocimiento de Toño para que les llame la atención”.Cálmese Tulita, le contestó Carlos, no se ponga así, eso es porque han tenido que correr mucho, pero no se preocupe que todo va a salir muy bien; vea, precisamente en este paquete traigo los vestidos que les mandó Margara, para que se los prueben y les señalen el ruedo; vaya, se lo mide y le dice a Tere que el de ella también está listo -.

Tulita era dulce como la miel de caña, sencilla como las silgas y tan callada como una monja de clausura; sólo movió la cabeza afirmativamente, le dio las gracias a Carlos y salió exclamando: - ¡Por los clavos de Cristo!, ¿ Cómo vamos a repartir el tiempo con todo lo que hay pendiente todavía? -. Sacó del paquete los vestidos y dejó el de Tere extendido sobre la cama; el suyo lo llevó a su habitación y casi ni lo miró, pues nunca le preocupó la moda ni pretendió estar en primera fila en ningún acontecimiento; no fue protagónica ni le gustó ser primer violín, al contrario, aceptó desde siempre y con alegría hacer parte de todo un engranaje y supo que eran iguales de importantes todas las piezas de una maquinaria para que funcionara bien, sin importarle a ser la más destacada. Vivió conforme con su suerte, era una tía encantadora, calmada, serena, activa, lectora, laboriosa, fiel devota del Niño Jesús y a Él le entregaba todos sus oficios, las obras gratas y las menos placenteras; el recuerdo de este personaje ha permanecido intacto en la memoria de todos sus familiares y sucede siempre lo mismo, que todos quisieran parecerse a ella. Fue grande en su sencillez.

Tere venía por el corredor trayendo unas macetas florecidas y se encontró con Tulita saliendo de la pieza. - Encima de su cama está el vestido que trajo Carlos, para saber si le queda bien o si hay que hacerle algún arreglo -. - ¡Yo no tengo tiempo ahora para esas pendejadas!, ¿no ve que el oficio está muy atrasado y ya casi llegan Toño y Toñito?, ¿o es que no sabe que hoy es miércoles y ellos tienen que encontrar el almuerzo a punto, para poder seguir para la Feria de ganado?. Usted siempre en la luna...tantos años lo mismo, pero no aprende. - Así era esta otra tía, refunfuñona, amarga y sarcástica, con una respuesta desobligante aún frente a palabras dulces y es que no se conformaba con su suerte; siempre esperó grandes cosas de la vida, tuvo novios y aún tenía pretendientes que la asediaban, pues era y fue hermosa, esbelta, alta, elegante y soberbia, orgullosa de su estirpe, miraba a casi todo el mundo por encima del hombro, tenía muy pocas amigas, tal vez tres o cuatro en total, con quienes se desahogaba y les contaba sus cuitas y quejas de los sobrinos, de la hermana, de la cuñada, en fin, de todos los habitantes de la casa, pues en resumidas cuentas, ella consideraba que su lugar estaba en su propia casa, con su marido y sus hijos y no allí, sirviendo a unos “mocosos” desagradecidos y malcriados.

Vivió inconforme gran parte de su existencia, con luchas interiores y demonios revolcándole el alma, pero a pesar de todo, también tuvo períodos apacibles, especialmente cuando aceptó la soltería como algo definitivo y el bicho del amor dejó de picarla; cuando entendió el valor real de la familia propia, de los hermanos y sobrinos de sangre, quienes le perdonaban su amargo carácter y la mayoría de las veces la hacían partícipe de sus inquietudes y alegrías, de sus logros y fracasos.

Tenía unas manos prodigiosas, especialmente para el bordado y la costura y en el jardín se desenvolvía como pez en el agua, las horas pasaban sin sentirlas, absorta en el cuidado de las flores y los árboles frutales; en el silencio de la naturaleza encontraba paz para su espíritu contrariado y anchura para dar rienda suelta a sus sueños, sin testigos presenciales y sin ojos críticos, pues le incomodaban sobremanera las miradas fisgonas y a veces entrometidas de los demás miembros de la familia, especialmente a ella, a quien las imperfecciones humanas la exasperaban, pues según su figura, ostentaba parentesco con los dioses.


Parecía más bien la viuda de un gran Lord, siempre puesta a tono, impecable, con modales finos, caminar seguro, silueta esbelta, ropa apropiada para cada ocasión, parca en su hablar, sin darle cabida a la pereza, por considerarla madre de todos los vicios; entrenada como en un cuartel militar, con horario para las labores y el quehacer, rígida y con voluntad férrea en sus decisiones; una mujer fuerte, que acompañó a su único hermano en su vida y le sirvió de apoyo, puesto que él cargaba con la responsabilidad de una familia muy numerosa, unida a la de dos hermanas viudas, con sus respectivos hijos y otra hermana que vivió y creció en olor de santidad, pues desde muy jovencita sintió el llamado de la vocación religiosa y de quien acertadamente decía Alberto, que cada vez que los visitaba, la casa se iluminaba con la aureola de Matildita.

Alberto le juraba a sus hermanos, haber sido testigo ocular del “aura” que la acompañaba, igual a la de los santos; verdad o no, vaya uno a saber, pero lo que sí es seguro, es que donde Matildita (Neno) estaba, reinaba la alegría y la armonía llenaba el ambiente.

A Neno no hay palabras para definirla, pues era casi incorpórea, menuda, silenciosa, sonriente como un cascabel, era como una dulce sombra que habitaba todos los espacios; le ayudaba a Tulita con las comidas, a Tere con las plantas, cosía callada y remendaba un montón de medias de ese batallón de hombres; siempre que venía a la casa con permiso de sus superioras, traía consigo una canasta, en la que guardaba retazos de telas de mil colores y pacientemente armaba las más tiernas muñecas de trapo, a las que les ponía moños, delantales, pelo diferente, les pintaba la cara de variadas formas y armaba un muñequero para obsequiar a sus sobrinas, a las amigas de éstas y a todas las niñas que se le acercaban.

Planchaba los vestido, les pasaba tantas veces sus manos a las telas hasta dejarlas sin arrugas, era un gesto con el cual se distinguía, además esa forma amorosa de acariciar las telas, de enrollar las medias, luego de toda una tarde de permanecer agachada zurciendo calcetines, pegando botones, haciendo remiendos y dejando la ropa dispuesta para otra larga temporada, mientras regresaba donde los suyos.

Era siempre bienvenida y su llegada era silenciosa, sin aspavientos, igual que su partida. No dejaba vacíos, por eso se le definía como una sombra protectora, que aunque no estuviera presente, se sentía su compañía y la casa olía a flores cuando ella estaba, porque llenaba los jarrones con flores frescas, o en botellas, ponía algunas hojas aromáticas. Ya había llegado a la casa, pues consiguió permiso para asistir a este acontecimiento y calladamente iba y venía, ayudando donde la precisaran. - Sofía, ¿ya tiene sus cosas en orden, o necesita ayuda?. Tome estas galletas que acaban de salir del horno, pruebe, están deliciosas - - Gracias, Neno, ya se las recibo -

Sofía y Neno, su tía monja, se llevaban de maravilla; cuando estaba en la casa les contaba anécdotas de su misión a sus sobrinas , les enseñaba a coser, les ayudaba con los oficios y las consentía, a Sofía especialmente le encantaba escucharla.

Sofía era una muchacha espigada y muy esbelta, linda, con esa belleza aristocrática que no necesita de mucho menjurje ni acicalamiento, era bonita por naturaleza; con piel blanca, cabello castaño, muy fino el talle, sobresalía por su estatura, muy alta para la época, poseía esa cualidad que hace que la gente se destaque, todo le lucía, era una de las solteras más apetecidas del pueblo. Miles de buenos partidos le hacían la corte, pero era como esas porcelanas finas que nadie se atrevía a tocar ni a confesarle su amor; en uno de sus viajes a la ciudad conoció al hombre que le robó el corazón y mantuvo con él un noviazgo desde lejos, por carta, con visitas esporádicas, pero un amor perdurable a través del tiempo y la distancia.

Muchos años después de haberse ido del pueblo, la gente que la conoció se seguía preguntando si continuaba tan bella; dejó una estela de deseo a su paso, una sensación de frustración a sus pretendientes y mucha envidia entre las muchachas que en secreto querían parecérsele. No fue buena para las labores domésticas, pero en cambio fue una gran lectora, le encantaba la música, las noticias, estar al día respecto a los acontecimientos del país y del mundo, muy meticulosa, ordenada y una gran viajera. Con los años, llegó a conocer casi todo el mundo.

Estaban animadamente conversando en la pieza de las mujeres, hablando del traje que cada una iba a lucir en la fiesta, haciendo chistes y soñando despiertas, cuando se sintió en la habitación un olor suave que impregnaba el aire y unas campanas como las que se oyen en las misas durante la elevación. Todas miraron al mismo tiempo y vieron a Alberto vestido con sotana, seguido por dos monaguillos que movían de lado a lado el incensario y venían a invitarlas a una celebración. - ¿Celebración de qué? - Preguntaron curiosas. - Pues de los Santos Oficios. Hay que dar gracias y hacer oración por el futuro de Matilde. ¿Nos quieren acompañar?. Ya casi empiezan las plegarias, vengan, vamos al solar -. Le siguieron como borregos y al llegar allí vieron que tenía montado todo un altar semejante al de las iglesias. Empezó invitando a los asistentes a pedir perdón por sus faltas y como el más experimentado sacerdote, fue recitando en perfecto latín las oraciones. - Pater noster... - Al final les otorgó la bendición y les dijo que podían irse en paz.

Así era Alberto, montaba dentro de la casa, a cualquier hora, un espectáculo como un circo viajero, igual una misa en latín que una famosa ópera o una transmisión en francés o inglés, como el más experimentado locutor. No había hora determinada para las funciones y las hacía tan serio, que hasta los trabajadores interrumpían sus faenas, se quitaban el sombrero y recitaban las oraciones en voz alta; en esas estaban, cuando se oyó el rastrillar de unas bestias en la acera y todos salieron y se desperdigaron en un santiamén, pues habían sentido los ruidos que anunciaban la llegada del jefe del hogar, quien venía acompañado de Toñito.

Este andaba de arriba abajo con su padre, abriendo trochas, trayendo ganado, visitando haciendas, domando potrancas y “mulatas”. Era un joven de mediana estatura, más bajo que alto, que se anunciaba con un vozarrón, rastrillando la bestia de turno, sonando las espuelas, agitando el zurriago, como diciéndole al mundo: “aquí llegué yo”. Desmontó del caballo, traía la ropa sudada, mezcla de hombre con sudor de bestia, olor que ejerce una rara seducción salvaje; de ojos penetrantes y vivos, se había negado a continuar sus estudios, aduciendo que no quería perder tiempo mientras podía estar al lado de su padre, acompañándolo y sirviéndole de apoyo. Don Antonio trató de convencerlo con sobrados argumentos sobre la importancia del conocimiento, pero él, testarudo, insistió tanto que el padre decidió formarlo en las labores del campo y las minas, pensando que en verdad era bueno que conociera sobre todos los negocios, pues si él llegaba a faltar, era mejor que algunos de sus hijos estuviera preparado y conociera cómo debían administrarse sus bienes.

Siendo todavía muy joven se dedicó de lleno al campo y su educación quedó inconclusa, dejándose llevar por lo rudo del ambiente y las influencias de quienes lo rodeaban. La mayor parte del tiempo la pasaba entre la peonada, hombres ignorantes, chabacanes y ordinarios, con escaso vocabulario, hombres primarios, acostumbrados a suplir solo sus necesidades inmediatas, como la comida y el sexo; así aprendió de estos maestros el arte de la seducción. Abrió los ojos a la vida en grandes pastizales, potreros y arenales, al lado de ríos y quebradas; más de una mulata y muchas de las hijas de los capataces de las fincas y maestras rurales de apartados lugares, fueron seducidas por este joven rebelde, de buena familia, que despertó las pasiones y deseos de pequeñas vírgenes y de mujeres experimentadas en el más practicado de los instintos.

Fue descubriendo en cada encuentro fugaz cual era la palabra oportuna, cómo los ademanes invitaban, sin tener que pronunciar palabra; diferenció claramente cuando una mujer era ardiente, aunque aparentara lo contrario, tuvo trato íntimo con mujeres obsequiosas, que parecían ostentar charoles en sus senos. Se volvió hombre antes del tiempo requerido para estos menesteres, por eso era el irresistible “Juan Matachín”, sobrenombre que le venía como anillo al dedo y que tan acertadamente le dio Alberto, conocedor de la sicología femenina y masculina a la perfección y para quien nadie pasaba inadvertido.

Corrieron a desbaratar el altar y a poner en orden todo nuevamente para la llegada del padre, que aunque no les inspiraba temor, sí emanaba un gran respeto. La voz fuerte de Toñito se escuchó en el patio, saludando y reclamando algo de beber para calmar la sed; caminó para estirar las piernas y desadormecer los músculos, después de la larga jornada que habían recorrido con un lote de ganado, que traían para vender en la feria. -¿Dónde está mi mamá? - le preguntó a la muchachita que le trajo la bebida, mientras se despojaba del sombrero y se retiraba las botas con las espuelas, para sentarse un rato a descansar -¿Ha llovido por aquí; donde están los otros muchachos; mi mamá se demora o viene temprano? - hacía una pregunta tras otra, sin dar tiempo a las respuestas, sin escuchar lo que la muchachita le contestaba tímidamente en voz baja. Salió para el baño a lavarse las manos y resoplando repetía que estaba muerto de hambre. - ¿El almuerzo ya estará? No podemos esperar mucho porque abajo, en el corral, están los arrieros con el ganado recogido. Llévele jugo a José que está afuera refrescando la yegua y dígale que venga para que almuerce. - - ¿Qué hay Tulita, cómo está y Neno cuándo vino, desde cuándo está aquí? - - ¡Hola Neno, que gusto verla!, ¿Hasta cuándo se queda con nosotros? ¿Cómo le fue, está aliviada? - Las tías lo saludaron y le iban respondiendo las preguntas con calma, luego Tulita le preguntó - ¿Y su papá? - - El se quedó cuadrando unas cuentas en la Agencia, más tarde viene; que le guarden almuerzo -

La mesa estaba dispuesta y le trajeron su plato servido. El se sonrió y exclamó: - ¡Esto huele delicioso! - y probó; por fin se quedó un rato callado mientras saboreaba con verdadero gusto las viandas que acompañaba con grandes cantidades de agua, como si quisiera apagar en ella las pasiones, asentar el polvo de los caminos e hidratar la piel después de tanto sol. En sus ojos tenía atrapado el mundo, eran unos ojos de fuego, de mirada felina, con pestañas crespas y el color de la miel y los cañaduzales mezclados; eran ojos de tigre, astutos, atentos al más leve movimiento y enamorados de las curvas femeninas. Le preguntó a Tulita mientras recogía la mesa, después que terminó el almuerzo - ¿Cuándo es la fiesta? ¿Vienen todas las primas? ¿Y las amigas de las muchachas también? -

- Ahora que venía por la calle de la escuela vi una muchacha tan bonita ¿quién será? - - Yo no sé mijo quién será, tal vez una maestra nueva, o qué sé yo.- Los ojos le brillaban más cuando pensaba que tal vez había una conquista cerca, era un Don Juan. - Bueno, me voy, por la noche vuelvo, dígale a mi mamá que saludes, que después nos vemos - Y así, fugaz, era su estadía en la casa. Se la pasaba de un sitio a otro, de una finca a un pueblo, de feria en feria, era un arriero, un finquero, un minero, un muchacho madurado biche, que enamoró y partió corazones a su paso, que tuvo un secreto guardado en su corazón, amó la lectura tanto como a las mujeres, pero lo ocultó a todos, por temor a las burlas y comentarios que lo hicieran parecer menos hombre.

Las mujeres lo amaron y lo desearon fervientemente y él sólo amó a una que fue su preferida, su inconquistable y su tortura, aún en la vejez, cuando se refugió en su otra pasión, la lectura, desengañado por no haberla podido conquistar. Toda la vida desempeñó oficios fuertes; cuando precisaban de un experto para amansar potros, él sabía hacerlo bastante bien y si su hermano Pedro se sentía orgulloso de sus estudios de ingeniería, para él la recompensa a la escuela de la vida, era el título de macho, que ostentaba con orgullo y gran satisfacción.

Reordenaron la mesa, para servir el almuerzo a los demás y en ese momento entró alegre la más joven de las hermanas, con la mamá; venían de ultimar detalles para la anunciada fiesta. Doña Anita, símbolo de la felicidad, con su figura rolliza como una maja de Goya, ropa de lino fresca y alegre y un aroma suave a violetas, su loción preferida, impregnaba los lugares por donde transitaba. No encontraba dificultades en la vida, tal vez por su origen sencillo y su carácter alegre, se la tomaba sabiamente; a los problemas que tenían solución les hallaba pronto la salida y los que no la tenían no la trasnochaban; era un apoyo para Don Antonio y una leal y tierna compañera, que se alegraba siempre igual con cada uno de sus regresos de los lugares que visitaba constantemente en su calidad de hombre de negocios. Mantenía el orden y la marcha del hogar y tenía tiempo para atender a las amigas, para hacer obras de caridad, estar con los hijos y jugar canastas con un grupo de señoras de su misma condición.

Hacía chistes a todo y se reía junto con sus hijos de sus ocurrencias; para las nueras fue como otra mamá y para los yernos una suegra respetuosa y comprensiva, que no apoyaba solamente a las hijas por su parentesco, sino que era neutral en los conflictos conyugales, pues aseguraba que los problemas del matrimonio se solucionaban sólo entre los dos. Desde siempre compartió su casa con las hermanas del marido y gracias a esa inteligencia natural que poseía, supo que era más ventajoso permitir que cada una de sus huéspedes perennes se apropiara de una determinada labor y la desempeñara con completa autonomía, pues eso contribuía a la buena marcha del hogar y a la satisfacción de cada una de ellas.

Rizos dorados y abundantes enmarcaban el hermoso rostro de ojos grandes, cejas arqueadas y una perfecta nariz; parecía un querubín tallado en fina madera, la pequeña hija del matrimonio, orgullo de sus padres y admiración de quienes la conocían, que no se reservaban los más finos piropos, pues su belleza no admitía engaño. Era la consentida de propios y extraños y así creció, siendo reina en su casa, conseguía todo lo que se proponía, ya por su belleza, ya por sus mimos y resabios, o por el constante llanto y “pataletas” que armaba cuando la contrariaban.

Amiga inseparable de uno de sus hermanos, compartieron juegos, vivencias, recuerdos, amores de adolescencia; conocían los secretos mejor guardados el uno del otro y se complementaron, pues cuando se proponían algo lo lograban, con uno de los trucos de Aurita o por medio de la cortesía y sociabilidad de Enrique, quien desde pequeño disfrutó con los huéspedes y a quien le encantaba que la casa estuviera llena de invitados; quizá por ser de los menores, se acostumbró a estar rodeado de gente, o tal vez porque heredó la hospitalidad de su padre, que recibía siempre con agrado a sus parientes y les hacía espacio a los amigos de la familia cuando así lo precisaban.

Enrique, el benjamín de los Aguilar Carrasquilla era inquieto, ágil, despejado y estaba atento a todo; acostumbrados como estaban a la buena mesa, a los más deliciosos bocadillos, a degustar dulces y postres exquisitos y a meter las narices en todo, aprendió muy rápido y casi sin ser consciente de ese aprendizaje, los secretos culinarios y cuando se hizo mayor y se alejó de la casa paterna, dio rienda suelta a esos conocimientos que le sirvieron a lo largo de su existencia, para que las ausencias prolongadas de su tierra fueran más llevaderas y con menos nostalgia, pues sabía repetir platillos ya casi olvidados por toda la descendencia, los revivía con increíble exactitud; gracias a él y a Germán, otro de los hermanos, esos conocimientos se conservaron y se fueron transmitiendo a los descendientes, pues si bien es cierto que esta gran familia estuvo unida por los vínculos de sangre, no es menos cierto que dos pasiones bien arraigadas contribuyeron a esa unión: la lectura, que todos, absolutamente todos heredaron, aprendieron y practicaron durante sus vidas y el gusto por el dulce, en cualquiera de sus formas: bocadillo, dulce macho, pasteles, tortas, arequipe, golosinas, todo lo que tuviera azúcar, ese condimento bendito que significó para los Aguilar lo que el Maná para los judíos, sin el cual no habrían podido vivir.

Aura, que significa luz, llegó corriendo a buscar a su mancorna, para contarle lo que había visto y oído acompañando a su mamá y llena de alegría le dijo a Enrique: - ¿Adivine quién llegó? ¿A qué no sabe? - Enrique echaba cabeza tratando de acertar - ¿Camila? –
- No, ella no viene todavía - - ¿Pedro? - - No sea bobo, él no va a poder venir - - ¿Quién pues? - - ¿Guillermo, el novio de Sofía? - - No, sigue frío - - No, no sé, me rindo - - Mi papá; nos lo encontramos en la agencia y ahorita viene; nos trajo regalos y se va a quedar varios días, para ayudarle a mi mamá y para organizar las casas de las tías para recibir allá a los invitados, y en Villa Anita, van a acondicionar la casa para la estadía de Demetrio y la familia. Él dijo que había que acelerar todos los preparativos, que iba a mandar un grupo más grande de trabajadores para hacer los arreglos. Así que prepárese, no va a haber por donde caminar; ahora sí que la casa va a estar llena como a usted le gusta. -

Doña Anita preguntó - ¿Qué ha habido por aquí? -. – Nada nuevo - -¿Vino alguien a preguntar por mí? -. – Nadie - - ¿Trajeron los encargos? -. –Sí, todo - - ¿Almorzamos ya?-. – Las estábamos esperando - - Toño viene detracito de nosotros. ¿Horacio no ha mandado ninguna razón? -. – Ninguna -. - ¿No saben si vino el arriero de Mulatos? -. – Todavía no -. - Tere respondía con frases secas y precisas a todas las preguntas de Anita, mientras las mujeres que asistían la cocina, pasaban las bandejas y los platos para servir la mesa. Cuando todo estuvo a punto y como calculado con cronómetro, llegó don Antonio y la alegría por su presencia se reflejaba en los rostros de cada uno de los miembros de esta familia; los hijos varones lo saludaban de mano y preguntaban - ¿Cómo estuvo el viaje? - - Sin contratiempos - - ¿El ganado no se ranchó? - - No, y se pudieron traer todas las reses -. - ¿Cómo ha estado el tiempo? -. - Combinado, lluvia y sol - -¿Cómo encontró las cosas en la agencia? -. - Bien, muy bien -. - Han preguntado mucho por usted: don Tista, los Gómez para lo del nuevo contrato, Julio el de la flota..., bueno, ahí los irá atendiendo a todos - - Míster Caney mandó a avisar que si viene para la fiesta - -¡Qué bueno, hombre! -.

Don Antonio oía a cada uno de sus hijos y les contestaba que ya había hablado con los interesados, mientras saludaba a las hijas de beso. - ¿Qué ha habido mija, cómo está? - - Bien papá y muy contenta con su llegada. ¿Cómo le fue?-

Aurita se le colgaba del cuello sin querer soltarlo, se sentía feliz asida a su papá, le parecía que el mundo era solo suyo. Don Antonio la retiraba suavemente y continuaba saludando a las otras hijas y a sus hermanas, que también cambiaban la expresión del rostro ante el hermano, lo querían de veras y sentían que la casa era más sólida cuando él estaba; su fuerza, valor, amabilidad y generosidad eran un compendio de las cualidades que distinguieron a los hombres de la raza antioqueña. Fue un padre cariñoso, que buscó siempre el equilibrio para educar a sus hijos, pues sabía que dejarlos hacer su voluntad no daba resultado, como tampoco frenar el ímpetu de un espíritu libre, pues eso sólo dejaba frustración y que había ocasiones en las que no era válido aplicar ninguna norma, pues Alberto no dejaba dudas al respecto, por eso, inteligentemente comprendió que la labor de un padre era presentar posibilidades, y que dependiendo de lo amplias que estas fueran, mayor iba a ser la garantía de que los hijos se acomodaran a alguna de ellas. Les enseñó el respeto por sus semejantes, la honradez y les transmitió el amor por la tierra, la familia y sus raíces. Una de sus frases favoritas era: “no mientan, porque el que miente roba y el que roba, mata”.

Era un hombre de negocios, acaudalado, que estableció compañías mineras, ganaderas y comerciales; él ponía las tierras, la mano de obra y el conocimiento del campo, a cambio de tecnología, y logró amasar una gran fortuna, pero jamás se ufanó por ello, ni trató con desprecio a nadie; muy al contrario, mientras mayor era su fortuna y más conocido su nombre, más cercano era a la gente y su trato más amable. Amasó su fortuna honradamente, trabajando de sol a sol, abrió brechas y descuajó montes, para formar ganaderías; en sus tiempos mozos fue arriero, aprendió pacientemente los oficios del campo, sin descuidar el estudio, la lectura y la pintura, legado que dejó a la familia, que acostumbraba en las tardes, después de realizadas las labores, reunirse en un salón a escuchar en voz alta historias fantásticas, novelas históricas, biografías, hasta tomos enteros de las enciclopedias, que disfrutaban en estas tertulias; cambiaban opiniones y esperaban con impaciencia la continuación de una historia, cuando la interrumpía en las noches para retirarse a descansar.

En el comedor de la agradable casa pueblerina departían alegremente, se contaban los acontecimientos del día, y en esta ocasión el tema central era la gran fiesta, la partida de Matilde y la imposibilidad de Pedro de venir, quien se hallaba en Estados Unidos estudiando y que en la fecha estaba realizando un curso de verano, con el propósito de regresar antes de lo previsto a su tierra natal.

El padre sacó un sobre del carriel - Esta carta es para Matilde, se la envía Pedro. ¿Dónde está ella? - - Salió a almorzar con las hermanas de Leonidas, que la invitaron para despedirla -, contestó doña Anita, que esperaba pacientemente que don Antonio atendiera a cada uno de sus hijos, respondiera a sus preguntas y escuchara a sus hermanas. - Neno, ¡qué bueno que pudo venir, cuanto me alegra que nos acompañe! - - Gracias Toño, Dios le pague su hospitalidad - - Esta casa es suya, cada que quiera y pueda venir; las muchachas deben estar felices con usted aquí, ya me las imagino, las va a perder de “contemplarlas” - - Bueno, para eso vivimos, para amar a los hijos y sobrinos - - Tere, gracias por haberme despachado los pedidos para Medellín, y a usted Tulita, por la comida, estaba deliciosa. No hay mayor dicha que la de volver a la casa - - ¡Eso sí mijo, casa no hay sino una, igual que mama! –. Afirmaba doña Anita con una alegre sonrisa. - ¿Cuándo salieron a vacaciones?- - Hace como una semana - - Papá, ¿cuándo nos vamos para la finca? - - Todavía no se puede, hay que organizar lo de la fiesta antes que nada -

- Anita, tenga la carta para Matilde, dígale que cuando la lea le conteste, ojalá le llegue pronto. Pobre muchacho, ¿cómo se sentirá de solo y con mayor razón en este tiempo. Me hubiera encantado tener a todos mis hijos aquí; bueno, que se va a hacer, a mal tiempo buena cara, que otro remedio queda...-

Terminaron el almuerzo y los padres se retiraron a descansar un rato, pues la jornada había sido demasiado larga para don Antonio; pasó el ajetreo del almuerzo y la calma ordinaria retornó al hogar.

A media tarde regresó Matilde del almuerzo, trayendo los regalos que le habían obsequiado; reía feliz, el amor es hermoso pues transforma, todo lo envuelve y hace que nada más sea importante, produce una sensación de liviandad desconocida hasta entonces. A ella, el amor la había transformado, se sentía con fuerzas para atravesar océanos, conquistar montañas o habitar en el desierto, al lado de su amor, un gentil y apuesto piloto de la Fuerza Aérea del Brasil, que había venido en una misión de estudio sobre Meteorología y se conocieron en una fiesta, a la cual acompañó a sus hermanas con sus novios. Ese sí que fue amor a primera vista, y aunque no era la más bella de las hermanas, pues difícil tarea era superarlas, sí poseía eso que llaman “ángel” y que otros llaman sex appeal.

Era trigueña, con caderas y muslos fuertes, contoneaba sus curvas, con un vaivén semejante a las palmeras, además era muy simpática y nada tímida; había vivido rodeada de hermanos y compartía con ellos sus juegos, igual se comportaba entre mujeres como se trepaba ágilmente a los tejados, a coger mangos en los solares vecinos a su casa, o competía en un campeonato de canicas, llegando a derrotar a sus contendores, un grupo de muchachos experimentados.

Tenía un gran número de seguidores y más de uno suspiraba por su amor, le enviaban mensajes escritos en pequeños papeles sellados con cinta, con su hermano Enrique, quien con curiosidad juvenil, se enteraba de esas cartas de amor. Tuvo pretendientes muy “encopetados”: costeños, antioqueños y un trabajador que venía constantemente a la casa a traer recados de la mina y que era el encargado de organizar las bestias cuando se iban de vacaciones a la finca de recreo, la amó en silencio y cuando se enteró que se casaba, lloró de despecho y se amarró una borrachera en honor de su amor imposible. Se contentó con mirarla a lo lejos y charlar con ella, cuando con especial dedicación le ensillaba la bestia en la que cabalgaba; muchos años después, cuando ya era viejo, todavía suspiraba por ella, recordándola decía: era tan..tan... y tan querida; con ese tan...tan.. quería expresar su sex appeal.

Abrió el paquete mostrando los regalos: unas sábanas hermosas, con el monograma bordado a mano y una toalla de cortesía igualmente bella, elaborada por la mamá de las Monsalve que confeccionaba ajuares para novia. - ¡Qué belleza! - Exclamó Sofía.
- Y el almuerzo ¿qué tal estuvo? - - Delicioso y muy bien servida la mesa. Ustedes ¿qué hicieron? - - Almorzamos con mi papá que ya llegó. Mi mamá tiene una carta que le mandó Pedro -. Matilde les contó detalladamente los pormenores del almuerzo a las tías, las hermanas y a algunas primas que estaban con ellas y no querían perder detalle.

Don Antonio y doña Anita aparecieron por el patio y Matilde les salió al encuentro – Papá, ¡qué bueno verlo!, ¿cómo está? _ Y le dio un sonoro beso. – Bien, muy bien mijita y usted?. ¿Ya tiene todo listo o todavía le faltan muchas cosas? - - No, ya me mandaron la ropa y las flores quedaron de llegar para la fiesta; viene una señora que se va a encargar del arreglo de la casa y de la Iglesia. Los papeles están todos en orden y la comida la están preparando desde hace días, como son tantas cosas diferentes, pero están marchando bien. Al fin ¿dónde van a pasar la noche los invitados? - - Tranquila, no se preocupe que yo me encargo de eso y todo lo demás con su mamá. A propósito Anita, dele la carta que le envió Pedro –

Doña Anita se devolvió, trajo el sobre y se lo entregó. Ella dio las gracias y se fue a la biblioteca para leerla a solas. Rasgó el sobre y leyó:


New York, noviembre 19.....

Queridísima Matilde, reciba un filial saludo y un abrazo afectuoso de éste su hermano ausente. Imagino cuál será su dicha por la proximidad de la boda y estando tan enamorada como debe estarlo para dejar todo atrás, es preciso ser valiente y amar mucho, para alejarse de lo que ha sido su vida y partir a un país extraño, donde nada es familiar y la lengua es otra; pero los grandes sueños y las empresas difíciles son los más preciados.

Quiero hablarle desde mi experiencia, que aunque no es exactamente igual, me obligó también a apartarme de los míos y muy especialmente aspiro a que lo que yo he vivido, le sirva como ejemplo y pueda aportarle algo antes de su partida. Quiero recalcarle que aunque son muy importantes el menaje, los regalos y los detalles que reciba, lo que adquiere mayor valor lejos de la tierra que nos vio nacer, son las pequeñas cosas, que aunque allá carezcan de importancia, en la distancia cobran dimensiones gigantescas. Aproveche este último tiempo que va a estar allá y vívalo como si fuera la última vez, disfrute los pequeños placeres y trasmítale a Demetrio ese sentimiento, para que él ame tanto nuestra tierra como usted; es una bella forma de llevárnosla empacada y hacerle un sitio de honor en nuestro corazón.

El sonido claro y en movimiento de las quebradas que arrulla los sentidos, la suave sensación que produce el sumergir los pies en sus aguas, el canto de las chicharras a la hora de la siesta, que aturde los oídos y pareciera que los tímpanos fueran a estallar, el croar de las ranas en los charcos, ese sonido lejano de las músicas compitiendo en volumen, que la dejan escuchar trozos de canciones nuestras, que allá, en esa otra tierra nunca escuchará; las voces y sonidos de la casa que son tan familiares y que cuando estamos cerca casi ni las percibimos, el olor a panela hirviendo que le recuerda los trapiches y el humo que despiden los fogones de leña, la parva suave y amasada con amor, las voces de los viejos, pues no existe garantía de volverlas a escuchar.

La hermosa danza que realizan las luciérnagas en la noche, con alguna rezagada que atraviesa el solar, el color de las montañas verdes y azules entrelazadas en la lejanía, el hermoso paisaje que se ve desde el corredor de la casa con los claros amaneceres, los terneros llamando a la vaca a la hora de ordeñar, hasta el atronador sonido de las tempestades, con las precipitaciones de agua lluvia, tan frecuentes en nuestro querido Yolombó, se convierten en motivo de grata recordación.

Mire el pueblo con ojos de visitante y grabe las imágenes en su mente como si fueran fotografías congeladas, las calles empedradas, la magia del mercado de los días festivos, con sus alegres toldos esparcidos en la plaza, con esa variada gama de productos de la tierra, que semejan acuarelas de infinitos colores, el olor a anís que aroma el ambiente en los lugares próximos a los cafés, los medallones gigantes de boñiga y cagajón de las reses y caballos que transitan por las estrechas calles y que le recuerdan el olor del pasto mezclado con melaza.

Las voces de los parroquianos saludando: ¡Buenos días!, ¡Buenas tardes!, ¡Adiós!; sus amigos, las risas de los niños jugando en las aceras de las casas, las pelotas que cruzan por los aires, las pequeñas tiendas tan queridas, esas misceláneas en las que se encuentran pastillas, confites, bolsas de arroz, jabón y miles de artículos; nada de eso volverá a ver mientras esté lejos y no sabe cuánto se añora el calor de hogar, especialmente en navidad, cuando aquí todo es helado y blanco; no puedo dejar de pensar en las alegres novenas con la pedida de aguinaldos, por medio de versos, con los amigos; el olor a musgo y aserrín y el original pesebre que ocupa todo el salón y que tan bellamente decora Alberto cada año, para dicha de los asistentes a las fiestas; los villancicos que entonamos con los viejos y los niños y los comestibles: buñuelos, natilla, hojuelas, manjar blanco, arequipe y todo lo demás. Me va a tener que perdonar pero no puedo contenerme, el llanto inunda mis ojos, mañana cuando recobre la serenidad continúo...

Noviembre 20

No le escribo con la intención de ponerla triste ni de opacar su alegría, más bien es una voz que le recuerda lo que vale conservar el amor por nuestra tierra y ahora que todavía está a tiempo, deseo que realice visitas a las distintas fincas, para desandar recuerdos, trayendo a la memoria las épocas memorables cuando fuimos infantes y caminamos de la mano de nuestros padres, formando ese tejido infinito de vivencias que nos sirvieron para construir nuestra propia historia, para amarrar los afectos a las tierras y querencias de ellos, para no dejar perder lo más valioso: las raíces, que permiten que se levante erguido y firme el gran árbol familiar.

Mis votos por su dicha y desde aquí los estoy acompañando con el corazón, no olviden un brindis en mi honor.

La quiere

Pedro.”

El más alegre y de mejor humor de la familia vivió al ritmo con la vida, fluyó con ella, una vida serena y risueña, logró muchas realizaciones, siempre rodeado de afecto. Cuentan sus hermanos que era tanto el amor que Tulita le tenía a él y él a ella, que cuando era pequeño creía que era su hijo y con gracia y a media lengua le preguntaba: - Tulita ¿pueo juga con los hijos de Anita? - Todos celebraban esta anécdota y hacían charlas diciendo: - a lo mejor es hijo de verdad, pues se le parece bastante -. Fue un regalo para esa tía que les entregó la vida con total desinterés; lo extrañaban y en la fiesta se notaría su ausencia, pues además de gran bailarín era muy buen conversador.

Matilde salió de la biblioteca muy conmovida con la misiva de Pedro y esas líneas marcaron su existencia; se propuso seguir sus consejos, aprovechando el corto tiempo que tenía Demetrio de licencia y que iban a emplear en conocer las propiedades de la familia en la región del Nordeste antioqueño, considerables extensiones de tierra, minas en compañía de un inglés, de donde se extraía abundante oro y compañías ganaderas reconocidas en el Departamento por su buena calidad; justo en una de esas fincas, llamada Mulatos, estaba Horacio, quien hacía parte de esa numerosa familia y a quien le encantaba estar enterado de los movimientos y negocios del padre; vivía al tanto de sus finanzas y aprovechaba los tiempos de descanso del estudio para estar al frente de ellos.

Envió un mensaje avisando que asistiría: - Favor confirmar fecha de la ceremonia, para estar allí, saludos, Horacio - Por el momento prefería seguir atendiendo los pagos, revisando las cosechas y barriendo los inmensos patios de cemento, en las tardes, cuando terminaba de escribir y anotar números; se dedicaba con tal entusiasmo a dejarlos limpios que casi se le convirtió en una obsesión, tal vez la monotonía del campo, la soledad y la nostalgia por los amores dejados en el pueblo, la suplía con esa manía de limpieza excesiva.

Según entiendo fue un lector empedernido y se sentaba horas enteras en una cómoda hamaca a devorar libros; leía historia, economía y sentía una especial pasión por los libros de autores censurados, de tono subido y de humor negro, los títulos prohibidos fueron sus libros de cabecera. “Gordo”, le llamaban sus hermanos y es que era glotón, con una cara redonda, de piel suave y conversación fluida, pues poseía un amplio vocabulario y era un implacable juez para censurar errores de dicción, se ceñía a las palabras al pie de la letra, argumentando que los malos entendidos venían de su desconocimiento, que cada palabra debía decir lo que significaba exactamente; gustó del aguardiente y las bebidas embriagantes y todo lo relacionado con el clero le producía desconfianza y mal humor; vivió creyendo ser el dueño de la verdad absoluta, extraña creencia, para alguien que fue tan buen lector.

Esta familia de numerosos hijos, de varios parientes y allegados reunidos en una misma casa, era el prototipo de las de esa época, en la que se estaban terminando de configurar los pueblos de Antioquia, esa unión era la que se precisaba para poder construir emporios, abrir caminos y crear empresas sólidas, características de la pujante raza antioqueña.

Con la llegada del jefe del hogar la casa marchaba a las mil maravillas, desde las cinco de la mañana se escuchaba su voz diciendo: pie a tierra todo el mundo y en un abrir y cerrar de ojos todos estaban despabilados y prestos a iniciar las distintas labores. Había doblado la cuadrilla de trabajadores y se notaba el avance: la casa y sus alrededores relucían, como si hubieran remodelado toda la calle para la ocasión, parecía una construcción nueva, los colores nítidos y brillantes con el sol lastimaban los ojos, daba la sensación de estar en otro lugar; a la vista saltaba que sus dueños “iban a echar la casa por la ventana”. Era una fiesta que daría mucho de que hablar a los moradores de la conocida tierra de la Marquesa, famosa, no por su belleza propiamente, ni por lo colonial de sus construcciones, sino más bien por esta obra costumbrista del escritor antioqueño, vecino de esos lares.

Todo iba tomando su sitio. Retiraron el mobiliario de las habitaciones para dejar las piezas en galería, acondicionadas para recibir a los invitados con mesas y silletería suficientes.

Las casas de las otras dos tías, Joaquina (Quina) y Hermelina (Herme), sirvieron de hotel; los enseres fueron trasladados allá y algunos trabajadores colocaban los muebles donde las señoras les indicaban; cuando estaban en la mudanza llegó Germán que no se hallaba en el pueblo y con gesto de sorpresa como preguntándose ¿qué pasó aquí?, entró rápido a la casa, con tono seco, levantando las cejas y frunciendo el ceño dijo - ¿Se pensaban mudar sin contar conmigo? – Era el intelectual por excelencia para la familia entera, incluida la parentela más lejana, que lo miraba con cierto aire de respeto, pues siempre fue alumno aventajado, además de un lector crítico y concienzudo desde su infancia, a tal punto que alguna vez cambió un prometedor paseo a la Costa, con los compañeros de curso, por el dinero para comprar libros. Sus argumentos eran contundentes cuando discutía sobre temas filosóficos; conocía de derecho, economía y muchos temas más.

A lo largo de los años leyó excelentes, buenos y malos libros; pasar la crítica de este experto era una hazaña para cualquier escritor. Conocía a la perfección sobre el estilo, desde el formal, el enfático hasta el poético; sabía del ritmo, la musicalidad, el volumen y la voz. Utilizó a la perfección los recursos de la escritura, pues también sus artículos y trabajos literarios son dignos de mención.

Era apuesto, elegante, buen mozo, con porte de señor; para algunos orgulloso, para otros, tímido y reconcentrado; un buen observador, con mirada profunda y analítica, cualidades éstas de un buen escritor. Le encantaba el alcohol , la rumba y la buena conversación. Conservó siempre su dignidad, pues pensaba que sin ella, la vida carecía de sentido.

Llegó dispuesto para la fiesta a la cual acudiría con su novia oficial, una bella jovencita de origen costeño, amiga de sus hermanas, a quien también le encantaba el baile; la estaba esperando, vendría con la comitiva de Medellín, que era bastante numerosa.

Poco después de Germán llegó Pepita, la señora encargada de la decoración, traía un cargamento bien grande de flores, follaje, jarrones y lo necesario para dejar la iglesia y la casa dignas de una reina; así se casaría Matilde, con traje blanco de encaje, yugo de flores y un largo velo, confeccionado por una modista de Medellín que conocía a la familia y quería que su traje causara sensación. El vestido de novia no debía verse antes de la boda, ese agüero aún sigue vivo y hace parte de la tradición. Lo guardaron en la casa de sus primas Rivera, hijas de Quina, quienes entendían mucho de costura y le habían confeccionado parte del ajuar que luciría en las distintas ocasiones: los “algos” de despedida, los almuerzos y la ropa de la luna de miel, compuesta por elegantes briches, blusas, vestidos; los sombreros fueron encargados a las Rodríguez, manos expertas en su confección.

Los nervios, los afanes, las carreras, son la nota que marca estos eventos, y aquí, claro está, no podían faltar. Hubo un momento de tal confusión, que los zapatos se mezclaron, los vestidos se trabaron, todo, un caos completo. . Alberto, que aprovechaba toda ocasión, salió disfrazado con el traje de una de sus hermanas haciendo cara de “yo no fui”, tal como en las representaciones de la escuela, cuando lo llamaban para suplir algún actor ausente y él en un abrir y cerrar de ojos, se aprendía el diálogo y lo recitaba a la perfección; era tan versátil, que igual representaba a un joven campesino con acento cantado, que a la Samaritana en los cuadros de la historia sagrada. Era una dicha verlo. En esta ocasión salió diciendo: – Sí, acepto por esposo y prometo amarlo hasta que la muerte nos separe – Todos soltaron la carcajada y los nervios se calmaron.

- Alberto, vea que daña ese vestido - - No, tranquila, ya me lo quito – Lo volvió a su sitio y todo resuelto. Salió corriendo a ayudar a doña Pepa, que venía cargada como una mula panelera, casi no podía ver por donde andaba; le recibió algunas de las flores y las condujo hasta una pileta grande, para descargarlas allí; la invitó a café recién hecho, hablaron de todo un poco y se puso en disposición para ayudarla. Ella encantada, pues era delicioso estar junto a él. Le contó lo que tenía pensado hacer para esa ocasión, armaron ramos, pegaron cintas, juntaron hojas y la casa cada vez se veía más hermosa. La llenaron de flores con jarrones clásicos y adornos en los postes del patio, cuidando que tuvieran agua, para que duraran frescas bastante tiempo.

Llegó la comitiva tan esperada; bajaron equipajes, guardaron maletas, entraron bolsas y paquetes a las casas de las tías, donde se iban a alojar. Hablaban todos a la vez: que el viaje, los mareos, el paisaje, el clima, los encargos; cuentan que era tan grande el equipaje, que se demoraron eternidades desempacando. Saludos, besos, abrazos, llanto, reencuentro de amigos que hacía días no se veían. Todos opinaban lo mismo – Creímos que nos habían cambiado la casa, ¡qué belleza, qué luz!, resplandece. – Doña Anita los saludaba, les daba la bienvenida y les obsequiaba refrescos para calmar la sed.

Camila, la mayor de los hijos, estaba feliz, encantada de encontrarse otra vez en el pueblo. Se había casado y vivía en Medellín, pero cada vez que tenía oportunidad, se volaba para donde sus padres. Don Antonio la abrazó feliz, pues siempre se quisieron mucho. Le encantaba bailar, disfrazarse, trovar, hacer rimas, escribir versos, pedir aguinaldos, era “gozona” y paseadora, a todo le sacaba mecha. Amiguera a morir, conocía a toda la gente de Yolombó, incluido el bobo Tato, que le hacía muecas aprovechando los corrillos para pedir, diciendo: Tato, Tato; ella lo saludó - ¿Qué ha habido Tato? -, le dio parte del fiambre que traían para el viaje y él salió feliz. – Pobre Tato, parece un animalito de monte. También amaba la lectura, tal vez con Germán, la más dedicada a este placer, aseguraba que la lectura curaba el mal de amores, el de ojo, que calmaba los nervios, quitaba la pereza, conjuraba el hastío, desterraba pobreza, que era un paliativo contra cualquier mal. Cuando sus hijos fueron adolescentes, para conseguir los permisos, esperaban a que ella tomara un libro y a la segunda página, ya todo lo que se le pedía, era concedido, de lo absorta que estaba en la lectura; iban a la fiesta y volvían y ella preguntaba - ¿Y con qué permiso? -. - Usted dijo que sí mamá - -¡Yo, yo no me acuerdo! -. Los hijos aprovecharon al máximo esta pasión.

Estudió en la Escuela Normal de Señoritas, graduándose con honores, luego desempeñó por muchos años su profesión, con la que siempre se identificó y la hizo feliz. Venía dispuesta a gozar al máximo la boda de su hermana, aunque con nostalgia, pues la partida las alejaría por muchos años. Pocas veces lloró, fue valiente y enfrentó la vida con coraje, aunque era pequeña de estatura, era mujer de un gran corazón; repetía con frecuencia: “cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa” y muchos refranes y dichos propios de los yolombinos, que siempre se distinguieron por lo peculiar de su lenguaje: - ¡ Que tronamenta! Decían, para referirse a los truenos que en esas empinadas tierras retumbaban, -“animal de monte”- afirmaban cuando querían expresar que alguien era muy tonto; - “Cito el animalito” –equivalía a decir “pobre muchachito” y así muchas más.

Faltaban por llegar el prometido y los novios. Venían en caravana, pues la comitiva del Brasil necesitaba guía, por ser la primera vez que visitaba esos lugares. Ya estaba la gran mayoría instalada cuando aparecieron. La alegría era desbordante, el asombro de los recién llegados, la emoción de los novios con el encuentro. Así pasó la tarde del día anterior a la boda, entre saludos, bienvenidas, abrazos, besos y amena conversación. Al caer la tarde la casa resplandecía, pues se debían celebrar las “Vísperas”, que tal vez eran casi tan importantes como la misma boda. Esa noche se bendecían las argollas, los padres impartían la bendición a los novios y estaba además destinada para ver los regalos, que se extendían sobre las camas y se les daba tal importancia que por un rato se convertían en protagonistas, con las respectivas tarjetas de quienes los obsequiaban y eran el tema de conversación - ¡Que belleza! - - ¡Que práctico! - - ¡Que acertada estuvo tal escogencia! – Asombro ante tal o cual objeto extraño de uso desconocido. La noche se amenizaba con música y por supuesto, con una exquisita y abundante cena. Esta se convertía en un abrebocas para la fiesta de boda.

La noche transcurrió alegremente, los invitados muy bien vestidos, la belleza y la armonía reinaron en la casa ancestral; fue una velada inolvidable, que no debía prolongarse hasta muy tarde, pues el día siguiente era de mucho trajín; así que a eso de las doce y media p.m. se terminó y a descansar, para estar dispuestos y bellos para el matrimonio.

Éste se celebró a las 12 m. en la misa central y además de la familia y los invitados asistió prácticamente todo el pueblo. Los balcones atestados de gente, la plaza, ni se diga, el local de la parroquia, en el que se vendía toda clase de comida típica y que tenía un nombre bien particular: “el hueco del cura”, estaba que hervía. Los curiosos opinaban - ¡Qué pareja más primorosa, son tal para cual! - - No vos, a mí me parece que el novio es muy viejo para esa muchachita, ella parece de primera comunión, no se dejó criar, pasó de la cama cuna a la cama doble - - ¡Miren que belleza como está la muchachita menor, parece un ángel! - - ¡Y qué elegancia y donaire el de Sofía!, ¿así es que se llama, cierto? -. - El novio de esa es una lámina, se ven muy bien juntos; esos ya casi se casan también; ve, mirá, allá están también Camilita y Carlos, como son de sencillos, son queridos con todo el pueblo - - Oíste, ahí está Toñito, ese es un lapo de hombre, ¿quién es la novia de turno?, a esa no la conocemos -.

Hablaban, opinaban, empujaban, para poder ver bien a los asistentes, querían ser los primeros, casi no dejan entrar a la pareja de novios, que según cuentas se veía soberbia. Demetrio, mayor para Matilde, pero con una elegancia y una gallardía únicos (los hombres del Brasil son por lo general buenos mozos), con piel bronceada y alguna cana brillando en su cabello, con un vestido oscuro impecable; parecían una pareja de artistas, de los que aparecen en las revistas. Estaban tranquilos a pesar del trajín y de tanto curioso, sonreían, saludaban y por fin pudieron llegar hasta el altar. Don Antonio también, de intachable figura y elegante, entregó a la novia.

La ceremonia fue algo nunca visto, con música sacra y unas voces magistrales. Terminada la misa, salieron para la recepción en la casa; los novios en un auto arreglado para la ocasión y algunos de los invitados en los autos que habían venido de Medellín; en esta época no había demasiados vehículos en los pueblos. En la casa todo estaba dispuesto, los pasabocas y el licor ordenados en unas mesas muy bellamente decoradas con flores, y la comida, a manera de buffet, para hacerla más fácil, pues eran muchos los invitados.

Pernil, pollo, pavo, arroz de colores (sugerencia de Alberto), ensaladas de frutas y verduras, panes horneados en casa, confituras, galletas, mazapanes, merengues, panelitas, un número considerable de dulces diversos y por supuesto, un delicioso bizcocho negro, con un sobrio decorado y champaña para todos los invitados, incluidos los menores de edad. ¡Qué derroche, qué abundancia!, así eran celebradas las ocasiones memorables en esta típica familia paisa, con mezcla de aguardiente, whiskey y otros licores extranjeros, pues el padre tenía negocios de importación con Inglaterra y le encantaba que las fiestas en su hogar, fueran a todo taco; siempre consideró a la familia como el eje central de su vida y trabajaba gustoso para disfrutar con los suyos.

Bailaron al compás de música de cuerdas y durante la comida escucharon melodías colombianas, eran amantes de la música y querían festejar con canciones que hablaran de su tierra: pasillos, valses, boleros, cumbia y canciones viejas, que traían a la memoria a los abuelos, las tierras, los amores. Esa noche se escuchó un repertorio muy amplio de la prolija música colombiana y quedó en el recuerdo de los asistentes el sabor a patria.

En medio de la reunión, apareció un personaje desconocido, vestido con un traje bastante particular, negro con cuello Nehrú, que no se usaba para ceremonias de esta índole, con peluca blanca de las que aún usan los jueces en Inglaterra, serio y pronunciando muy pocas palabras en portugués; comió y disfrutó de la fiesta y en un momento se le acercó a uno de los asistentes, explicándole: - Yo he venido a comprobar que el matrimonio no era una ceremonia civil, porque en ese caso sería bigamia - - ¿Cómo, bigamia?, y eso ¿por qué? - - Porque el novio está casado por lo civil en el Brasil - El interlocutor, preocupado, se fue a contarle a don Antonio, quien a su vez, vino a indagar de qué se trataba todo este asunto. El personaje aludido hacía como si no entendiera lo que se le preguntaba y hablando en portugués se excusaba ante el padre de la novia, quien empezaba a impacientarse; el incidente se iba convirtiendo en un lío y el extraño juez, se retiró del salón. Algunos de los asistentes comentaban el asunto, cuando al rato aparecieron: Margara con la novia de Pedro, quienes se reían sin poderse contener; resulta que ésta, era otra de las ocurrencias de Alberto, que a todo le ponía humor. Los invitados se reían y comentaban. Fue un verdadero rato amargo el que les había hecho pasar Alberto. Doña Anita se reía mirando a don Antonio que estuvo a punto de perder la cordura y a Tere, con el ceño fruncido y cara de general.

Los novios partieron de luna de miel para “Mulatos”, la finca que se hallaba como a dos horas de distancia del pueblo y los habitantes de la casa se quedaron repasando los detalles de la boda. El recuerdo fue algo que perduró en la memoria, no sólo de los novios, sino de los que la presenciaron y a Matilde le sirvió de refugio en los momentos de soledad, cada vez que añoró su tierra.

Cuatro o cinco veces regresó Matilde desde que se instaló definitivamente en Río de Janeiro; allí se desenvolvió su vida de una forma tranquila. De su matrimonio nacieron tres hijos, que a su vez tuvieron hijos. Asimiló la cultura foránea de una manera natural, pues era demasiado joven cuando partió y además contó con el apoyo de Demetrio, quien fue un compañero responsable y hogareño, que amaba a sus “creancas”, por encima de todo lo demás y que según creo, sintió mayor responsabilidad, porque representó para su joven esposa su única familia, comprendió la grandeza de su renuncia, luego de haberse levantado en medio de la suya, numerosa, unida y muy solvente económicamente.

Los primeros viajes los realizó para venir a compartir sus experiencias con los suyos y porque definitivamente la tierra se añora mucho en la distancia.

El tercer viaje fue menos placentero, porque el propósito fue acompañar a su padre en los días previos a su partida definitiva. En ese viaje precisamente recibió una misión especial. Su padre y ella siempre tuvieron una relación muy cercana y ésto impulsó a don Antonio a encargarle su última voluntad, o tal vez, porque consideró que Matilde era la más fuerte y decidida. Prueba de ello había sido su partida, dejando todo atrás. Su padre sufrió un accidente cerebro vascular que lo mantuvo reducido a la cama por largo tiempo, aunque sus facultades intelectuales no disminuyeron. Él, un forjador de su raza, trabajador incansable y luchador de batallas cotidianas, algunas más difíciles que otras, aceptó su enfermedad de una manera edificante, no se dio por vencido jamás, diariamente cumplió con las pequeñas metas que su condición le permitía alcanzar, sin maldecir, sin renegar, agradeció a la vida por su existencia, su familia, sus logros y muy especialmente por su esposa. De él todos sus hijos aprendieron valor, no sólo en los afortunados y prósperos días, sino en los malos tiempos, pues es en las crisis cuando las cualidades se destacan.

La familia había tenido que abandonar sus tierras, expulsada por la violencia que azotó los campos colombianos en los años cincuenta, cuando la gente tenían dos partidos para escoger, o eran de un bando o del otro, y si en alguno de esos pueblos eran minoría, tenían que huir y dejar todo abandonado o rematar a precios irrisorios las propiedades, con el fin de salvar el pellejo.

Luego de esa gran desbandada, una de las tantas que ha sufrido nuestra tierra a través de su historia, pues los períodos de calma han sido pocos, comparados con las guerras internas y conflictos territoriales que hemos padecido, nuestros protagonistas se reubicaron, algunos en otras tierras que tenía la familia en lugares distintos, pues el padre era visionario y comprendió la importancia de poseer propiedades diferentes en esta tierra de Dios, donde el dinero y el poder cambian tan rápido de manos. Otros, se instalaron en la ciudad, con el propósito de abrir nuevas fuentes de trabajo y continuar con el curso de sus vidas. No hay que olvidar que esta era una familia numerosa y que siempre estuvo unida, prodigándose ayuda unos a otros en los momentos críticos.

En las conversaciones que sostuvieron padre e hija, no sin dificultad, pues la voz también sufrió a causa de la enfermedad, él le pidió conservar la casa ancestral por todo el tiempo que fuera posible y cuando definitivamente ya ninguno de los hijos fuera a hacer uso de ella, la pasara al servicio de los ancianos del pueblo y muy especialmente que sirviera de refugio para algunos de sus fieles servidores o sus descendientes. – Confíe papá en mi palabra, aunque tenga que realizar un viaje exclusivamente para cumplir su deseo -.

Cuando se está ausente por mucho tiempo de cualquier lugar, los últimos acontecimientos que se viven en él quedan marcados en la memoria; igual sucede con el vocabulario, con las voces, y pensamos que al volver, tal vez encontraremos todo muy parecido ; es uno de los choques más fuertes para las personas que se ausentan, que quieren reconstruir el pasado, en vano. Éste queda fraccionado, como en pequeños actos de una obra, en la cual siempre estará faltando algo; es difícil reconstruir ese rompecabezas, tal vez a eso era a lo que Matilde más le temía.

Su vida en el país que la acogió tuvo un ritmo constante, las alegrías, las penas, las partidas, fueron dejando su huella, pero cada una la vivió, la gozó o la sufrió, elaboró los duelos de sus seres queridos; en cambio, de su otra familia, la que dejó en su tierra natal, sólo tuvo información fragmentada; es por eso que la vida está en deuda con ella, y por esto que precisamente ha vuelto, para terminar de narrar su historia, para unir las partes, para revivir fantasmas a fin de dejarlos retornar a su lugar, en paz y para sentir, finalmente, que la vida está completa; su alma de artista está dispuesta a cumplirla.

“El viaje ha comenzado, qué distinto está todo, poco queda de lo que he dejado”, suspira Matilde. A lo lejos apareció Yolombó con su hilera de casas a lado y lado de la vía, la calle larga que comunicaba al pueblo con el resto de la región y que fuera paso obligado de los colonizadores; el pueblo levantado en lo alto de las montañas, alejado del mundo, con su arquitectura de zancos, que por lo escarpado del terreno, no permitía construcciones diferentes. Se encontró con la plaza principal que otrora tenía sus calles empedradas; todo le era extraño, ya nadie la conoce y no conoce a nadie; en silencio piensa ¿Cuántos años han pasado desde aquella memorable fiesta de despedida?. Más de medio siglo y le parece escuchar las voces alegres de las gentes y la plaza atestada de parroquianos.

Las personas que han venido a acompañarla, la dejan a solas con sus recuerdos; con temor recorre los lugares, le teme al olvido. Vienen a su memoria tantos sentimientos que la atropellan, con cuidado abre las puertas de aquella que fue su casa, el hogar de sus padres, donde sólo habitan ahora el silencio y la soledad; todavía existe parte del mobiliario de su casa ancestral, pues allí habían vivido algunos de sus hermanos con sus familias, en tiempos posteriores a la violencia. Mira lentamente cada sitio, cada espacio, se demora un buen tiempo observando cada objeto, como si quisiera infundirles vida, toma un espejo en su mano y al mirarse en él, ve aparecer uno a uno a todos los miembros de su familia, con tal nitidez que puede captar su esencia.

Vive un momento de angustia creadora, propia de los artistas, y aunque la vida de su familia no era extraordinaria, sí merecía ser contada, para que esa historia, narrada, cobrara vida, para dejarla fluir y transformarla en arte y allí, en ese sublime momento, nace la obra para su exposición.

Al sentarse en un banco, al mirar el patio o al ver el filtro del agua, captó a cada uno de los habitantes lejanos de ese mundo y en ese fugaz momento comprendió, que al fin había logrado juntar todas las piezas. Vivió nuevamente la alegría de su infancia, escuchó sus voces y pudo terminar su misión: legó su casa a los ancianos de su amado pueblo y retornó a cumplir con su promesa, la que había adquirido con ella misma, de dejar plasmados en lienzo, con su sentimiento, a los personajes más cercanos que constituyeron su primera historia, para unirla a su historia nueva, la más reciente y transmitir a sus descendientes sus raíces.

Se preparó casi con el mismo entusiasmo y con el gran amor con que lo hizo para su boda y uno a uno fueron quedando concluidos los óleos para la exposición, de la cual estaba encargada su nieta Estefanía, hija única de su única hija, curadora de arte. La obra que abría la muestra, era la puerta de entrada de su casa ancestral. Uno a uno aparecieron los demás cuadros. Donde se iniciaba el recorrido estaba ubicada una obra de grandes dimensiones, una puerta entreabierta dejando ver el mar infinito y profundo, ese era Alberto. Más adelante un frondoso árbol prodigando sombra llevaba el rótulo de Antonio y varios lienzos surrealistas expresaban las emociones y pasiones de los demás invitados a esta gran exposición.

Matilde había vuelto a cumplir con el deseo infinito de un padre amoroso que siempre quiso que ella regresara.



Escrito por: Maga Ceballos Aguilar





Carta a Matilde Aguilar de su hermano Pedro

Matilde Aguilar y Demetrio Gianni el día de su boda
New York, noviembre 19.....

Queridísima Matilde:

Reciba un filial saludo y un abrazo afectuoso de éste su hermano ausente. Imagino cuál será su dicha por la proximidad de la boda y estando tan enamorada como debe estarlo para dejar todo atrás, es preciso ser valiente y amar mucho, para alejarse de lo que ha sido su vida y partir a un país extraño, donde nada es familiar y la lengua es otra; pero los grandes sueños y las empresas difíciles son los más preciados.

Quiero hablarle desde mi experiencia, que aunque no es exactamente igual, me obligó también a apartarme de los míos y muy especialmente aspiro a que lo que yo he vivido, le sirva como ejemplo y pueda aportarle algo antes de su partida. Quiero recalcarle que aunque son muy importantes el menaje, los regalos y los detalles que reciba, lo que adquiere mayor valor lejos de la tierra que nos vio nacer, son las pequeñas cosas, que aunque allá carezcan de importancia, en la distancia cobran dimensiones gigantescas. Aproveche este último tiempo que va a estar allá y vívalo como si fuera la última vez, disfrute los pequeños placeres y trasmítale a Demetrio ese sentimiento, para que él ame tanto nuestra tierra como usted; es una bella forma de llevárnosla empacada y hacerle un sitio de honor en nuestro corazón.

El sonido claro y en movimiento de las quebradas que arrulla los sentidos, la suave sensación que produce el sumergir los pies en sus aguas, el canto de las chicharras a la hora de la siesta, que aturde los oídos y pareciera que los tímpanos fueran a estallar, el croar de las ranas en los charcos, ese sonido lejano de las músicas compitiendo en volumen, que la dejan escuchar trozos de canciones nuestras, que allá, en esa otra tierra nunca escuchará; las voces y sonidos de la casa que son tan familiares y que cuando estamos cerca casi ni las percibimos, el olor a panela hirviendo que le recuerda los trapiches y el humo que despiden los fogones de leña, la parva suave y amasada con amor, las voces de los viejos, pues no existe garantía de volverlas a escuchar.

La hermosa danza que realizan las luciérnagas en la noche, con alguna rezagada que atraviesa el solar, el color de las montañas verdes y azules entrelazadas en la lejanía, el hermoso paisaje que se ve desde el corredor de la casa con los claros amaneceres, los terneros llamando a la vaca a la hora de ordeñar, hasta el atronador sonido de las tempestades, con las precipitaciones de agua lluvia, tan frecuentes en nuestro querido Yolombó, se convierten en motivo de grata recordación.

Mire el pueblo con ojos de visitante y grabe las imágenes en su mente como si fueran fotografías congeladas, las calles empedradas, la magia del mercado de los días festivos, con sus alegres toldos esparcidos en la plaza, con esa variada gama de productos de la tierra, que semejan acuarelas de infinitos colores, el olor a anís que aroma el ambiente en los lugares próximos a los cafés, los medallones gigantes de boñiga y cagajón de las reses y caballos que transitan por las estrechas calles y que le recuerdan el olor del pasto mezclado con melaza.

Las voces de los parroquianos saludando: ¡Buenos días!, ¡Buenas tardes!, ¡Adiós!; sus amigos, las risas de los niños jugando en las aceras de las casas, las pelotas que cruzan por los aires, las pequeñas tiendas tan queridas, esas misceláneas en las que se encuentran pastillas, confites, bolsas de arroz, jabón y miles de artículos; nada de eso volverá a ver mientras esté lejos y no sabe cuánto se añora el calor de hogar, especialmente en navidad, cuando aquí todo es helado y blanco; no puedo dejar de pensar en las alegres novenas con la pedida de aguinaldos, por medio de versos, con los amigos; el olor a musgo y aserrín y el original pesebre que ocupa todo el salón y que tan bellamente decora Alberto cada año, para dicha de los asistentes a las fiestas; los villancicos que entonamos con los viejos y los niños y los comestibles: buñuelos, natilla, hojuelas, manjar blanco, arequipe y todo lo demás. Me va a tener que perdonar pero no puedo contenerme, el llanto inunda mis ojos, mañana cuando recobre la serenidad continúo...

Noviembre 20

No le escribo con la intención de ponerla triste ni de opacar su alegría, más bien es una voz que le recuerda lo que vale conservar el amor por nuestra tierra y ahora que todavía está a tiempo, deseo que realice visitas a las distintas fincas, para desandar recuerdos, trayendo a la memoria las épocas memorables cuando fuimos infantes y caminamos de la mano de nuestros padres, formando ese tejido infinito de vivencias que nos sirvieron para construir nuestra propia historia, para amarrar los afectos a las tierras y querencias de ellos, para no dejar perder lo más valioso: las raíces, que permiten que se levante erguido y firme el gran árbol familiar.

Mis votos por su dicha y desde aquí los estoy acompañando con el corazón, no olviden un brindis en mi honor.

La quiere

Pedro.”